Era un sábado cualquiera, un día cualquiera de esos que se escapan entre los dedos. A principios de los 90, yo estaba en la redacción de Ultima Hora cuando sonó el teléfono. Era mi amigo Michels, corresponsal en Andratx, y venía cargado de rabia. Tenía pensado hacer unas fotos del chalet del príncipe Zourab Tchokotua, pero un guardia civil le cortó el paso en lo que debería ser un camino público. Lo que él había escuchado era una bomba: esa tarde estarían allí Juan Carlos I y Marta Gayá, su amiga con derechos especiales.
En aquellos tiempos, las andanzas del rey eran secretos a voces que nadie se atrevía a destapar. Los rumores corrían como la pólvora, pero la información parecía tener límites invisibles cuando se trataba de la vida privada del monarca. Era algo cotidiano para nosotros, quienes nos dedicábamos a contar historias; sabíamos de sus escapadas a Mallorca y sus encuentros furtivos, pero nuestra voz no podía hacerse eco de ello.
Un vuelo hacia lo prohibido
Cada fin de semana, siempre que no estuviera cazando en la Península o cumpliendo con alguna obligación como jefe de Estado, Juan Carlos tomaba un avión desde Madrid rumbo a Son Sant Joan. El motivo era claro: visitar a su corte mallorquina y disfrutar de la compañía de Marta Gayá. Se decía que su relación comenzó a principios de los 90, aunque personalmente creo que ya había empezado antes. Recuerdo cómo acompañé a un inspector-jefe del CNP al colegio San Cayetano en Palma; al salir me habló del edificio enfrente donde vivía Marta y mencionó que el rey aparecía por allí algunas noches. ¡Vaya casualidad! Y eso lo sabía porque él mismo era propietario del primer piso.
Ahora estoy leyendo el libro donde Juan Carlos cuenta lo que dice son sus memorias. En uno de esos párrafos sobre su vida privada menciona: «Al principio de mi reinado, la prensa española respetaba cierta confidencialidad…». No puedo evitar preguntarme si realmente cree que ese respeto existió para todos o solo para algunos elegidos.
La privacidad es sagrada, claro está; salvo cuando hay cosas turbias detrás. Por ejemplo: ¿quién pagaba esos viajes a Mallorca? Y hablando del rey y sus amores… ¿acaso no tiene nada más que aclarar sobre sus múltiples romances? En su libro menciona cómo se referían a su abuelo Alfonso XIII como un seductor empedernido y parece justificarlo con un simple «¡Como muchos Borbones!». Pero regresemos a Marta Gayá; fue él quien hizo pública su aventura amorosa y humilló nuevamente a la reina Sofía -la misma mujer a quien define como una gran mujer- llamándola cariñosamente «Sofi».
Aquel día en el Club de Mar quedó claro quién llevaba las riendas: mientras estaba con Sofía entró Marta Gayá y rompió todo protocolo al levantarse para saludarla efusivamente. Un gesto revelador sin duda.
Parece contradictorio ¿no? Querer mantener en secreto ciertas cosas mientras otras son proclamadas al viento sin pudor alguno. Para mí este libro es más que una mera recopilación; es una falta de respeto hacia nuestra inteligencia y refleja esa desconexión palpable entre el monarca y el pueblo al cual dice representar -por fortuna para nosotros-. Al final queda el eco desesperado de alguien queriendo regresar a casa mientras busca perdón sin poder hallarlo jamás entre sus esquemas rígidos.
Al fin y al cabo, ¿serán esas cosas también parte del legado borbónico?

