Era el 13 de noviembre de 1994, un día cualquiera que se convirtió en un momento decisivo para tres jóvenes argelinos. Mohamed Medjar, Ben Achour Merzak y Araba Madjid no eran delincuentes, sino víctimas del caos que azotaba Argelia. En ese contexto tan sombrío, donde la vida estaba marcada por las imposiciones radicales de los islamistas, decidieron tomar una decisión desesperada: secuestrar un avión.
La angustia y la búsqueda de libertad
Argelia era un país desgarrado por una guerra civil feroz. El gobierno militar liderado por Liamine Zéroual mantenía a la población en vilo, mientras los grupos islamistas sembraban el terror con secuestros y asesinatos. Estos tres amigos vivían atemorizados; las amenazas se hacían cada vez más presentes. Uno de ellos, enfermero, fue presionado para ayudar a los heridos en combate, pero se negó rotundamente. Otro tuvo que rechazar a su prometida porque no era del agrado de los terroristas. Y así continuaron sus días llenos de ansiedad.
Finalmente, llegó el día en que compraron billetes para escapar de su pesadilla. Armados con cuchillos y hachas –en aquellos tiempos las medidas de seguridad eran mucho más laxas– subieron al avión sin ser detectados. Con 28 pasajeros y cuatro miembros de la tripulación a bordo, hicieron lo inesperado: se levantaron y gritaron exigiendo que el piloto desviara el vuelo hacia Palma.
Aquí es donde la historia da un giro sorprendente. Los secuestradores no parecían serlo realmente; trataban bien a los pasajeros e incluso aseguraban tener explosivos sin demostrarlo fehacientemente. Al final, ante la falta de opciones y con la policía rodeando el avión en Son Sant Joan, accedieron a aterrizar.
Los nervios estaban a flor de piel cuando llegaron comandos especiales desde la península para gestionar una situación que podría convertirse en una masacre en cualquier momento. La tensión era palpable; había vidas humanas en juego. Un negociador logró establecer contacto con ellos y descubrió que solo deseaban estar seguros: «Si nos deportan a Argelia, nos matarán», repetían.
Y así fue como estos jóvenes optaron por entregarse tras horas llenas de angustia tanto para ellos como para quienes estaban atrapados dentro del avión. Su juicio tuvo lugar al año siguiente en Palma; aunque enfrentaban penas severas por lo ocurrido, el tribunal entendió su miedo insuperable ante las amenazas recibidas.
Al final del día, les impusieron diez años de prisión lejos del horror al que habían escapado. Una pena considerablemente menor a lo esperado; al menos tendrían algo de tranquilidad lejos del terror islamista que les había perseguido durante tanto tiempo.

