Era octubre de 1987, un mes que quedó grabado en la memoria de Santa Maria del Camí. La vida tranquila de este pueblo se vio sacudida por un crimen atroz que terminaría con la vida de Miquel Morro, un joven de tan solo 22 años. En aquella fatídica noche del 28, sus propios amigos le arrebataron la vida a golpes, primero con un martillo y luego aplastándole la cabeza con una piedra enorme. Aquel horror culminó con su cuerpo arrojado al fondo de un pozo, como si fuera solo basura.
Un periodista entre el dolor y la verdad
Pasaron más de tres meses antes de que su familia supiera algo. Fue el 7 de febrero cuando las autoridades dieron con una pista sólida y al día siguiente detuvieron a uno de los implicados. El joven no pudo soportar la presión y confesó rápidamente, revelando así el paradero de los otros dos culpables. La noticia me llegó como un torrente: debíamos dar voz a esta tragedia.
Aquel día, mi amigo Vicente Martínez, conocido cariñosamente como Vima, y yo decidimos ir a hablar con los padres de Miquel. Al llegar frente a su casa nos encontramos con una mujer cuyo rostro irradiaba amabilidad; era su madre. Hablaba en mallorquín y me preguntó directamente por su hijo. Aquella pregunta me dejó helado; no podía simplemente hacer mi trabajo en ese momento. La ética pesaba más que cualquier reportaje.
Regresamos a Palma sin poder informarles adecuadamente sobre lo sucedido; en mi corazón sabía que eso era lo correcto. Publicamos lo que teníamos pero no podía quedarme ahí; necesitaba escuchar también a los acusados. Así que llamé al director del centro penitenciario, Joaquín, quien siempre fue accesible conmigo.
Acordamos entrevistar a los jóvenes sin tomar fotos para proteger su identidad. Me acompañó Bibi, nuestro dibujante estrella. Al entrar en aquel pequeño cuarto donde estaban recluidos, sentí una extraña mezcla de emociones; allí estaban ellos: los tres hombres responsables del crimen horrendo. Grabé sus versiones mientras Bibi plasmaba lo ocurrido en dibujos.
Esa misma tarde compartimos nuestra historia en radio y ahí estaba yo hablando sobre lo sucedido cuando Fermín, el subdirector del centro penitenciario me llamó riendo: «Te he pillado Pep», decía entre risas mientras señalaba cómo había sonado una sirena durante nuestra grabación—la sirena anunciando el almuerzo en prisión—y ahí comprendí que algunas historias marcan para siempre.