El pasado 31 de mayo, el presidente de Estados Unidos, Donald Trump, firmó una orden ejecutiva que ha encendido las alarmas en todo el país. Con su pluma y sin mucha contemplación, se lanzó a desafiar la Decimocuarta Enmienda, que garantiza la ciudadanía a todos los nacidos en suelo estadounidense. Esta medida, presentada como parte de su agenda migratoria, ha abierto un debate intenso sobre lo que significa ser ciudadano en este país.
Una batalla legal en ciernes
Trump argumenta que este derecho se ha convertido en un coladero para lo que él llama “turismo de parto”, donde mujeres indocumentadas cruzan fronteras solo para dar a luz y así asegurar la residencia permanente de sus hijos. Sin embargo, muchos críticos aseguran que esta visión es reduccionista y peligrosa; advierten que puede llevar a miles de niños a vivir sin nacionalidad y con incertidumbre jurídica.
La realidad es que cambiar una enmienda constitucional no es algo sencillo. Desde 1868, cuando se aprobó esta normativa fundamental, solo ha sido modificada 21 veces. Para hacerlo ahora, se necesita el visto bueno de dos tercios del Congreso y el respaldo de tres cuartas partes de los estados. Y aunque algunos dentro del Partido Republicano apoyen al presidente, la división en el Senado hace prever un camino muy complicado.
Por si fuera poco, las encuestas reflejan un descontento generalizado: más del 56% de los estadounidenses rechazan esta medida. Así las cosas, la tensión entre quienes defienden el derecho a nacer como ciudadanos y aquellos que buscan restringirlo está más viva que nunca. Esta situación nos lleva a recordar casos históricos como el del esclavo Dred Scott o Wong Kim Ark, ambos emblemáticos por sus luchas por la igualdad ante la ley y por garantizar este derecho fundamental.
A medida que avanza este proceso judicial —con varios jueces federales ya paralizando la ejecución de esta orden— parece claro que estamos ante una lucha no solo legal sino también moral sobre quiénes somos como nación.