En un giro inesperado de los acontecimientos, el presidente salvadoreño Nayib Bukele ha reconocido que podría facilitar la liberación de Kilmar Abrego García, un ciudadano salvadoreño deportado por Estados Unidos tras lo que las autoridades estadounidenses han calificado como un «error administrativo». Sin embargo, Bukele ha dejado claro que no tiene intenciones de mandarlo de vuelta al país norteamericano. «¿Cómo podría yo devolverlo a Estados Unidos? ¿Fui yo quien lo introdujo ilegalmente allí?», cuestionó durante una reunión con Donald Trump en la Casa Blanca.
Un dilema entre seguridad y derechos
El mandatario destacó que su competencia no le permite llevar a Abrego de vuelta a EE.UU., y además, descartó la posibilidad de liberarlo desde el Centro de Confinamiento del Terrorismo (CECOT), donde se encuentra recluido. «No me gusta mucho liberar a terroristas en nuestro país», afirmó rotundamente. Su firme postura fue evidente cuando añadió: «¿Quieren que volvamos a ser la capital mundial del asesinato? Eso no va a pasar».
En medio de este tenso diálogo, Pam Bondi, fiscal general estadounidense, sugirió que si El Salvador decidiera liberar a Abrego, estarían dispuestos a ofrecer un avión para su regreso. Pero aquí está el truco: el proceso depende totalmente de El Salvador y todo el papeleo adicional necesario sería cosa suya.
A pesar del reclamo del gobierno estadounidense sobre la supuesta vinculación de Abrego con la Mara Salvatrucha (MS-13), sus defensores insisten en su inocencia. Es importante recordar que fue deportado en marzo pasado, a pesar de tener un estatus temporal de protección concedido por un juez tras huir debido a la violencia pandillera.
A medida que se desarrolla esta situación compleja y cargada emocionalmente, organizaciones civiles han expresado sus preocupaciones sobre las legalidades y garantías detrás de estas deportaciones. La historia sigue abierta y nos recuerda cómo los destinos humanos pueden verse atrapados entre decisiones administrativas y políticas internacionales.