En una fría mañana de abril, un barco militar italiano zarpó desde Brindisi con rumbo a Albania, llevando consigo a 40 migrantes de diversas nacionalidades. Estos hombres y mujeres no son solo números; son personas que enfrentan una orden de expulsión y que ahora se embarcan en un viaje incierto, un primer paso tras la decisión del Gobierno de Giorgia Meloni de transformar las instalaciones en suelo albanés.
Un cambio polémico
Originalmente, estos centros estaban destinados a quienes habían sido rescatados del Mediterráneo, aquellos que no tenían derecho a asilo porque provenían de países considerados seguros. Pero debido a los recelos surgidos entre los magistrados, el Ejecutivo decidió convertirlos en Centros Permanentes para la Repatriación (CPR). Y así es como los 40 migrantes llegarán a Gjader, con sus órdenes de expulsión pendientes. No es una historia fácil ni sencilla; lo sabemos todos.
No obstante, este traslado ha desatado críticas y protestas. El jueves pasado, el puerto de Brindisi se llenó de voces que clamaban contra esta decisión gubernamental. Un amplio dispositivo policial estuvo presente para mantener el orden mientras la indignación crecía entre quienes se niegan a mirar hacia otro lado ante esta realidad. Matteo Piantedosi, ministro del Interior, defendió esta medida argumentando que es necesario “explorar nuevas maneras” para gestionar el fenómeno migratorio. Sin embargo, muchos se preguntan: ¿a qué precio? Mientras tanto, todos esperan ansiosos la decisión del Tribunal de Justicia de la Unión Europea sobre la legalidad de estos centros en Albania.