En 1949, en un contexto no tan lejano al que vivimos hoy, George Orwell publicaba su emblemática novela 1984, una obra que, aunque escrita hace décadas, parece más actual que nunca. «Creo que algunas de las cosas que suceden en mi libro podrían llegar a pasar, porque esta es la dirección que toma el mundo hoy», escribió. Y vaya si tenía razón.
El control y la manipulación del lenguaje
Imaginemos un país donde un gobierno totalitario vigila cada movimiento de sus ciudadanos y escudriña incluso sus pensamientos para mantener el orden. Orwell nos alerta sobre esto con una metáfora inquietante: un Partido Único se adueña del poder mientras la mayoría vive en la pobreza y sin voz. Lo peor es que han creado una especie de policía del pensamiento y una neo-lengua diseñada para restringir nuestra capacidad de expresión. Al empobrecer el lenguaje, se limita también nuestra capacidad de pensar. Si no tenemos palabras para expresar nuestras ideas, ¿cómo vamos a cuestionar lo que nos imponen?
Pero eso no es todo. Orwell describe cómo los significados se distorsionan hasta quedar irreconocibles. Un bombardeo se convierte en “pacificación”, y el desalojo forzado se presenta como “una transferencia de población”. En este juego verbal oscuro, las palabras pierden su esencia y su capacidad para evocar imágenes reales; así es más fácil deshumanizar situaciones terribles.
Hoy día seguimos escuchando eufemismos vacíos mientras el mundo gira a nuestro alrededor: se habla de “guerra asimétrica” cuando hay sufrimiento humano por doquier o se refiere a una ocupación como “anexión”. La realidad está envuelta en confusión, donde fake news florecen como setas después de la lluvia, creando seres humanos falsos que generan realidades igualmente falsas.
Orwell nos dejaba claro algo fundamental: cuando la lengua se empobrece, también lo hace nuestro pensamiento crítico y colectivo. Nos encontramos ante un reto monumental: rescatar nuestras palabras y darles su verdadero significado antes de caer completamente en este abismo semántico.