Cuando hablamos de Mario Vargas Llosa, es imposible no recordar su profunda relación con Mallorca. Desde 1967 hasta 2010, el autor peruano se dejó enamorar por los rincones de la isla, encontrando en Deià y Formentor sus refugios personales. Como bien cuenta M. Elena Vallés, fue Antoni Serra quien dio el primer paso en esta historia: «Fue en 1967, en las Aules de Poesia y Novel·la», rememora. Con cada visita a la librería Tous, donde conoció a figuras como Claribel Alegría o Carlos Barral, Vargas Llosa no solo compartía su talento literario; también dejaba huella en aquellos que tuvieron la suerte de cruzarse en su camino.
Un maestro lleno de carisma
Basilio Baltasar, presidente del jurado del Premio Formentor, recuerda cómo tuvo el privilegio de otorgarle el Premio a la Crítica Literaria durante su etapa al frente de la Fundación Bartolomé March. «Leer su ensayo sobre Flaubert es descubrir una mente brillante», asegura Baltasar. Y es que sus novelas son más que relatos; son parte del patrimonio cultural europeo. Sin duda, uno de sus mayores logros es La guerra del fin del mundo, una obra que explora las complejidades políticas y morales del ser humano.
Más allá de su genialidad literaria, quienes lo conocieron destacan su simpatía y cercanía. Joan Punyet, miembro del patronato de la Fundació Miró Mallorca, señala con nostalgia que «Vargas Llosa enriquecía cualquier conversación». Un sentimiento compartido por Pep Pinya, quien evoca aquellas visitas a la galería Pelaires con cariño: «Era un placer escucharle; nunca se creía superior a nadie».
A pesar del tiempo transcurrido desde sus primeras lecturas —como La ciudad y los perros, que impactó a Neus Canyelles— todos coinciden en algo: Vargas Llosa dejó una marca indeleble en cada lector que se adentró en su mundo.
A medida que se acerca Sant Jordi, sus libros volverán a brillar entre los más vendidos. Aunque aún no hay homenajes previstos por parte del Gremi de Llibreters de Mallorca, nadie duda que el legado del Nobel sigue vivo entre nosotros.