Siempre hay algo mágico en regresar a esos lugares que alguna vez nos hicieron sentir en casa. No es tanto por revivir esa felicidad, sino más bien para reconectar con nosotros mismos y hacer un balance de lo vivido. Hace casi un año y siete meses, el Mallorca tuvo su gran noche en La Cartuja, donde luchó por la Copa del Rey. Ayer, volví a ese estadio, pero no solo por el partido contra el Betis; era mucho más profundo que eso.
Un paseo por los recuerdos
Di unas vueltas por el Parque del Alamillo, donde se celebró la fan zone del equipo. Pensé que recordaría cada rincón de aquel lugar lleno de alegría, pero me encontré perdido. En su lugar, descubrí un parque vibrante, lleno de familias disfrutando y de una calma que hacía tiempo no sentía. Me preguntaba constantemente qué había cambiado en este tiempo; yo mismo había dado saltos hacia nuevas aventuras laborales que me llenaban más.
Entrar al estadio fue como abrir una puerta al pasado. Los pasillos seguían teniendo la misma esencia de aquel día; todo frío y desangelado. Al subir los escalones, noté que las gradas habían sido remodeladas ligeramente, haciéndolo un poco más atractivo visualmente. Sin embargo, nada podía sustituir aquella mágica noche; idealizo esos momentos porque son irrepetibles y llevan consigo una fuerza única.
Busqué mi asiento de aquella memorable final y lo encontré rápidamente. Cerré los ojos e intenté volver a vivir aquellos instantes: vi el gol de Dani Rodríguez, el cabezazo de Muriqi y las lágrimas de nuestros jugadores mientras casi 20.000 aficionados llenaban las gradas con pasión. Pero al abrir los ojos nuevamente, la realidad me golpeó: el estadio estaba vacío y todo eso ya formaba parte del pasado.
Al final regresé a mi sitio en la tribuna de prensa con una mezcla extraña entre nostalgia y esperanza. Aunque los recuerdos son hermosos, siempre hay espacio para nuevos sueños.