Era un día cualquiera en junio de 1984, un lunes más que se convirtió en una pesadilla para los habitantes de Valldemossa. La calma del pueblo se vio sacudida cuando unos desconocidos decidieron robar los restos de Santa Catalina Thomàs en su propia casa natal. Este suceso no solo horrorizó a la comunidad, sino que desató una búsqueda sin precedentes por parte de la Policía Nacional y la Guardia Civil.
Aquel día, varios vecinos notaron a cuatro jóvenes entre 18 y 23 años rondando por el número 5 de la calle Rectoría, donde se encontraba la vivienda de la santa. Uno de ellos, poco después, se subió a un coche ocultando algo bajo su ropa. Eran alrededor de las cinco y media cuando Francisca Colom, una vecina del pueblo, entró en la casa y descubrió los cristales rotos esparcidos por el suelo. Habían fracturado la urna que guardaba con tanto cariño los restos sagrados.
La indignación recorre el pueblo
La señora Colom salió disparada a avisar al párroco Pedro Vallés. En cuestión de minutos, cada rincón del pueblo estaba al tanto del horrible acontecimiento. La indignación era palpable: «Es lo peor que nos podían hacer«, repetían muchos con tristeza. En casi cada hogar había una baldosa con la frase: ‘Santa Catalina Thomàs, pregau per nosaltres’. El sacerdote también mostraba su dolor: «No podemos acusar sin pruebas, pero aquellos chicos pueden ser nuestros sospechosos».
La reliquia no solo representaba un objeto valioso; era parte esencial del alma del pueblo. La Guardia Civil comenzó a buscar frenéticamente el coche utilizado por los ladrones mientras entrevistaban a testigos sobre sus características físicas y vestimenta.
Días después, en medio de una peregrinación hacia Palma, ocurrió lo inesperado. El párroco Vallés pidió silencio entre sus feligreses y anunció con voz temblorosa: «La reliquia ha aparecido«. Un grito colectivo estalló entre abrazos y lágrimas; muchos aseguraron que fue un milagro porque nunca perdieron la fe en su Beata.
Finalmente, la reliquia fue llevada primero a la Jefatura de Policía antes de regresar a su hogar reforzado para evitar futuros robos. Tras días de angustia e incertidumbre, Valldemossa volvía a respirar tranquilo: «Nadie sabe lo que hemos pasado. A Dios gracias, ¡la reliquia ya está en casa!».

