Palma

La tragedia olvidada: Recordando la explosión del polvorín de San Fernando

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Era un día cualquiera en 1895 cuando la pequeña Jacinta Torres, con solo ocho años, jugaba a vaciar cartuchos de pólvora. Con sus manitas aún temblorosas, no sabía que aquella chispa cambiaría su vida y la de muchas otras para siempre. Este martes se cumplen 130 años desde aquel fatídico día en el que Jacinta y otras 96 personas perdieron la vida en el polvorín de San Fernando, donde casi todas eran mujeres, muchas apenas adolescentes. La historia nos habla de Amparo Lacomba y Antonia Moranta, con once años; Juana Ana Bosch, con trece; y un largo etcétera de nombres como María Amadas o Dolores Artés que tenían catorce años, una edad en la que hoy en día las chicas piensan más en sus sueños que en ser explotadas laboralmente.

Un homenaje doloroso

El doctor Antoni Vidal, profesor del CEPA de Son Canals, se prepara para visitar el cementerio junto a sus alumnos. Allí rendirán homenaje a aquellas almas que quedaron sepultadas en una fosa común, un recordatorio escalofriante de la explotación laboral que sufrían. En este lugar sagrado reposa el lamento por tantas vidas truncadas.

El revellín de San Fernando estaba ubicado cerca de las antiguas murallas, donde ahora se alza una plazoleta en la calle Cecilio Metelo. Allí hay un monumento que recuerda esta tragedia laboral. Y es que todo comenzó cuando un empresario decidió aprovechar los cartuchos defectuosos y contrató a un centenar de mujeres para vaciarlos. Una actividad extremadamente peligrosa que les costó la vida.

La chispa encendió el horror: algunas murieron al instante mientras otras sufrieron agonías terribles durante días. Había allí niñas e incluso madres jóvenes; una situación desgarradora entre tanto sufrimiento. El historiador relata cómo tras la primera explosión hubo más detonaciones mientras rescataban a los heridos; era un caos total.

Llorenç Bisbal, quien fue alcalde de Palma, dejó constancia escrita del horror vivido aquel 25 de noviembre: mientras hacía su servicio militar sentía cómo las ratas devoraban los restos esparcidos por toda la zona tras el desastre.

Este episodio macabro mostró sin tapujos lo cruel que puede ser la precariedad laboral y cómo algunos empresarios carecían absolutamente de escrúpulos al utilizar mano de obra barata y vulnerable. Según cuenta Vidal, al empresario responsable le tocó enfrentar un consejo de guerra y fue condenado a tres años y tres días por imprudencia temeraria además de indemnizar a las víctimas con mil pesetas cada uno.

Ciento treinta años después seguimos sintiendo ese dolor como si fuera ayer; las piedras aún llevan consigo el peso trágico de tantas vidas perdidas sin justicia ni reconocimiento suficiente.

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