Constantin se asoma desde su improvisada tienda de campaña en Son Rossinyol, una zona donde la vida parece haber olvidado a muchos. Caminando por ahí, junto a las vías del tren de Sóller, uno no puede evitar fijarse en una marioneta colgada de un árbol viejo; es como si el lugar hablara de la tristeza que lo envuelve. A medida que avanzamos, nos encontramos con lonas azules que se han convertido en refugios temporales para quienes buscan protección en este rincón olvidado de Palma. Aquí, la inseguridad acecha y los robos son pan de cada día.
Un pasado lleno de promesas
Entre palés y objetos reciclables aparece Constantin, un hombre de 50 años que lleva cinco viviendo en Mallorca. Su historia es un eco de otras vidas rotas: “Yo trabajaba en la construcción y en fábricas en Rumanía”, nos cuenta mientras intenta calzarse. En su entorno hay dos carritos viejos y trozos de metal que trata de vender para poder comer. “A veces consigo 30 euros, si tengo suerte, hasta 50 por semana”, confiesa con una resignación palpable.
A veces se escapa a Ca l’Ardiaca para ducharse o comer algo caliente, pero asegura que aquí se siente más seguro. Sin embargo, esa seguridad es solo una ilusión; ha sido víctima de otros indigentes que aprovechan su ausencia para robarle: “Me han robado, me quemaron la tienda… incluso perdí a mi hermano por algo que le dieron y bebió”, lamenta mientras mira al vacío.
A pesar del dolor y las dificultades, Constantin mantiene la esperanza. Ha denunciado el robo de su documentación y sueña con irse a Andalucía para trabajar en el campo. Recuerda cómo le incendiaron su antigua chabola sin compasión alguna: “Primero roban y después pegan fuego”, señala con tristeza. Lo echaron del lugar donde vivía porque supuestamente era propiedad privada; una excusa que ni él mismo logra creer del todo.
Lleva consigo sus pocos bienes valiosos; siempre alerta ante el temor constante de volver a sufrir otro ataque. Aunque prefiere estar solo aquí porque “nadie me molesta”. Con un castellano correcto pide ayuda: “Solo quiero trabajo para ganar algo y encontrarme un techo”. Sin embargo, todas las puertas parecen cerradas para él; lo han rechazado sistemáticamente cuando solicita apoyo.
En medio de todo esto surge otra triste realidad: vivir bajo esa lona azul representa más que un simple refugio; es el símbolo del abandono social al que están condenados muchos como él. Mientras repasa sus recuerdos amargos, expresa su temor más profundo: “Me dicen que hay gente robando en las chabolas… pero a mí me quemaron mi hogar”. Su única petición resuena fuerte: busca paz, trabajo y una oportunidad para salir adelante.